domingo, 4 de marzo de 2018

La edad del loro

¿Sabes de esas familias que te enseñan en los anuncios? De las que piensas que no existen. Pues así eran ellos: perfectos. Su gran caserón blanco de dos pisos se levantaba en lo alto del barrio. De ventanales amplios y claraboyas en el techo. De esas casas que, no se sabe cómo, son modernas pero cálidas, de las que salen en las revistas, el después de una reforma sorpresa de la tele. La luz invadía cada habitación, y el amplio jardín acogía un huerto, varios columpios y una piscina con niveles, de esas con cascada.

Al contrario de lo que puedas pensar, eran gente sencilla. Sencilla de corazón, ojo, porque el bolsillo lo tenían bien lleno. Pero no presumían, ¿sabes? Ni tenían los aires de superioridad con los que se suele tratar al servicio. Éramos el jardinero y yo, que me encargaba de la limpieza y lo fogones. El señor era… Bueno, trabajaba con dinero, nunca entendí muy bien lo que hacía. Pero vestía corbata y cargaba un maletín. No sé cómo sería en su despacho, pero en la casa era amable y risueño. La señora era galerista. Compraba y vendía cuadros en una galería de arte. De esos cuadros que se pagan en tres vidas de tu sueldo y cinco del mío. Simpática, cercana, siempre dispuesta a ayudarme. Cuando tuve problemas de dinero, fueron ellos los que me sacaron del agujero.

Y luego estaba el chico. Le conocí cuando era un retaco. Un niño rubio, guapísimo, además de cariñoso. Te ganaba enseguida porque era muy salao. Tenía energía pero no era travieso, y se le daba bien el cole, tenía un buen coco. Fue creciendo y se fue haciendo más guapo, más listo y más hombre

Ya lo ves, chica, perfectos. Solo les faltaba el perro. No, perro no tenían. Pero el chico tenía un lorito. Curro. No callaba el pobre, todo el día dando la tabarra. Tenía unas increíbles plumas de colores, brillantes y llamativas. El chico lo cuidaba mucho, iba siempre con él en el hombro, como un pirata. Y no se iba volando, ¿eh? ¡Fíjate! Todo el día suelto y prefería quedarse en la casa. Se entiende, la verdad. Eran días felices y todos estábamos muy a gusto en ella.

Pero algo se torció, ¿sabes? Yo no sé exactamente qué pasó, y creo que los señores tampoco. Fue de un día para otro. Aunque claro, estas cosas… Uno no se fija en los pequeños cambios hasta que no le estallan en la cara. Yo me di cuenta un día en que me hizo un desplante. Algo sobre la comida, no me acuerdo. Se puso chulo y nos enzarzamos. Terminó dándome un manotazo que me dejó de piedra, porque ese niño… ¡pero si era un cielo! En ese momento culpé a la edad y le quité importancia. Son épocas muy malas, ¿sabes? Muchos cambios. Pero empecé a poner el ojo y me di cuenta de otras cosas. Estaba ojeroso, había perdido su sonrisa. Tenía siempre cara de cansado y no se podía hablar con él, todo eran desprecios. Empezó a contestar a los señores y terminó por levantarles la mano. A su padre, a su madre. Incluso a mí. Recuerdo a la señora llorando desconsolada, intentando desesperadamente recuperar la felicidad de anuncio. Pero nadie sabía lo que pasaba, por más que lo intentaban. A duras penas sabían si el muchacho entraba o salía. Estaba cada vez más chupao, un palo de escoba. Hasta menos rubio le veía yo. Abandonó al loro, no le hacía ni caso. Tenía que encargarme yo de su comida, porque andaba famélico el pobre. Vagaba por la casa, desubicado. Al principio le llamaba con desepero, pero dejó de hacerlo y nunca más supimos qué voz tenía el Curro. Se le cayeron las plumas. ¡Qué lástima de bicho, todo calvo!

En fin, que un día estaba yo limpiando cristales, frotando la vidriera de la entrada que da al porche cuando apareció la moto del chico quemando rueda. ¡Iba como un loco, oye! Y juraría que haciendo eses. Dejó la moto en la calle y entró en la casa escopeteado. Iba sudando como un pollo. Me dio tiempo a ver que llevaba un descosido en el hombro de la chaqueta y con una mano se agarraba el codo. Salí a ver la moto. Tenía el faro roto y el retrovisor colgando. En los restos del faro había una mancha roja, pero no me dio tiempo a tocarla para saber qué era. Volvió a salir volando, con otra chaqueta, una bolsa de deporte y la cara lavada. Me apartó de un manotazo, se subió a la moto a toda prisa y desapareció al final de la calle. Fue la última vez que le vi. Bueno, que le vimos. A partir de ahí: policía, preguntas y lloros, muchos lloros. Del chico, ni rastro. En su habitación estaban sus cosas. Todas menos la bolsa.

Se acabó la perfección, el caserón blanco y la familia de anuncio. Yo perdí mi trabajo, claro. Y con el tiempo, también el contacto con los señores.

¿Curro? ¡Ay, pobre bicho! Al día siguiente a la fuga amaneció muerto en su jaula.

No hay comentarios:

Publicar un comentario