lunes, 13 de mayo de 2013

Mary



La luz blanca del porche parpadea insistente. Contrasta con la espesa negrura de la noche en los campos de Nueva Orleans. Las cortinas entreabiertas de la ventana frontal sugieren espectadores, pero ninguno propone buscar intimidad. Es habitual que a estas horas se vigile de cerca la decencia de las hijas.

A pesar del calor, Robert viste pantalones gruesos y calza zapatos cerrados. El hijo del dueño siempre debe demostrar su estatus cuando merodea por sus dominios. Se apoya en la repisa tan cerca como puede. Le marco las distancias, pero la curiosidad del vecindario me obliga a tenerle más cerca de lo que quisiera para poder entender sus susurros.

¿Porqué?¿Cómo?¿Desde cuándo? Desesperado, me lanza estas preguntas una y otra vez, con su mirada inquisitoria y desconcertada. Con la mano en el pecho intenta calmar su dolor. No puedo responderle y esquivo sus dudas y sus miradas, en un intento de mantener la dignidad. Porque sí. Ya no te quiero. Desde hace tiempo.

¿Qué hacemos?¿Cuánto?¿Cómo? Momentos antes, mis padres deambulaban por el salón. Trajinaban satisfechos haciendo cuentas e imaginando vidas. Salió bien, repetían, salió bien. Yo, confundida, orgullosa, utilizada, asustada. Aún faltaba lo más difícil, enfrentarme a él, darle explicaciones. Pero era mucho dinero. Lo gastaremos. Todo. En librarnos del yugo.

Supe que Robert vendría. Una carta no es la manera más elegante de acabar una relación, ni siquiera a los veinte años. Ante la posibilidad de que entrara en casa, escondimos el sobre. Para Mary, rezaba el frontal. En su interior, dos razones convincentes para dejar a Robert. La primera, una carta de sus padres, plagada de sutiles insultos y encantadoras sugerencias. La segunda, más convincente si cabe, 5000 dólares. Dos condiciones: abandono y silencio.

Cuando conocí a Robert, sabía que acabaríamos juntos, por difícil que pudiera parecer. El hijo del patrón y una humilde trabajadora. Casi como en los cuentos, pero con premeditación y alevosía. Habíamos analizado sus movimientos, estudiado sus gustos y calculado los detalles.

Desde que el padre de Robert heredó la finca, mi familia vivía en la miseria, trabajaba sin descanso y soportaba su tiranía. Un amo y señor, un déspota. Mi padre juró que nos sacaría de ese agujero y nos libraría de su opresión.

Bajo la luz blanca, en la noche de Nueva Orleans, apoyados en el porche, el corazón de Robert se resquebraja y yo aguanto el tipo, segura de que es el último paso para escapar. ¿Porqué?¿Cómo?¿Desde cuándo? Desesperado, me lanza estas preguntas una y otra vez. Porque sí. Ya no te quiero. Desde hace tiempo.

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