miércoles, 6 de junio de 2018

Amor

Tenía los ojos más bonitos del mundo y el pelo suave, largo y del color del sol, como el de su madre. La mirada la tenía triste, porque con los años la amargura se le fue enquistando. Yo la intentaba hacer cambiar, porque esa pena no hay quien la aguante. “Anímate, anda, que parece que se te ha muerto alguien”. Pero no me entendía, y lo único que conseguía mirándome aturdida desde el rincón, era ponerme hecho una furia. Y claro, acababa el carro por el pedregal y mi mano directa al cinturón. A mí al final me acababa dando pena, pobrecita. Pero yo lo hacía por su bien, porque no hay nada peor que la desobediencia.

Fue la única que permaneció a mi lado, hasta su último aliento. ¿Que si me quería? Pues digo yo. Si no, ¿de qué se hubiera quedado? La puerta estaba siempre abierta. Sí, claro que me quería. Venía a recibirme siempre que llegaba a casa. Es verdad que la alegría del principio acabó apagándose con el tiempo. Pero eso es normal; nada dura eternamente, y mucho menos los afectos.

Me dio mucha pena tener que enterrarla. Pero ya cualquier cosa que hacía me ponía de los nervios. No, qué tendrán que ver las cervezas que yo me tomara. Se había vuelto vieja, fea y miedosa; estaba mejor muerta que viva. Me saqué el cinturón por última vez y ella, con la resignación de quien acepta su destino, ni siquiera intentó escurrirse. Me miró con una mezcla de adoración y tristeza. Y supe que ella había sido el amor de mi vida.

La enterré en el jardín, entre los dos manzanos, y me colgué su placa en la hebilla del cinturón.

2 comentarios:

  1. Estimada Andrea,

    ;-< ¡¡¡Pero que pena!!!

    Una buena narración que recoge toda la brutalidad que destilan algunos malnacidos.

    ¡Cuídate!

    Un abrazo Fabricadora de historias.

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  2. La profe pide sangre y yo... obedezco! ;) Gracias por pasarte UTLA!

    Un abrazo!!!

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