lunes, 25 de febrero de 2013

Pentagramas de una vida

Alejo Marín está siempre en silencio. No es tímido, tosco ni retraído. Sólo escucha. Su memoria prodigiosa registra voces, sonidos, historias, murmullos, estruendos y melodías. Quiso el destino que naciera ciego de ambos ojos y construye realidades con su oído experto.

El espectro, le apodan en el pueblo. Está en todas partes y no se halla en ninguna. Se acomoda en los rincones, sus ojos rotos dirigidos al vacío, atento a sonidos que describan su existencia. Aparece y se desvanece sin emitir ruido alguno y son contadas las ocasiones en las que le han oído la voz. Es curioso como alguien tan fascinado por los sonidos se resiste a emitir ninguno.

Cada día, al ponerse el sol, Alejo Marín se sienta frente a las teclas de su piano y, tras largos periodos de meditación catatónica, su dedo seguro se posiciona para deleitarlo con un sonoro clong. Es el resumen del día, contenido en una única nota. Pasa a darle tempo, ritmo y fuerza adecuados a los sucesos de la jornada. Finalmente, Alejo Marín añade la nueva adquisición a la obra de su vida, que crece desde su primer recuerdo a razón de nota por día.

La pieza inconclusa de Alejo Marín tararea su historia. La forman allegros, sucesos, agudos, secretos, cuentos, pizzicatos, aventuras, eventos, andantes y pianos que cantan su biografía, entonan sus memorias, salmodian sus recuerdos. Si alguien osara oírla, se formaría con tímpano, yunque y martillo una idea exacta de las aventuras y desventuras del viejo Marín y sentiría conocerlo al dedillo aun sin haberlo tratado jamás.

Pero nadie ha escuchado nunca la composición de El espectro, a excepción de él mismo. La registra a diario en su magnetófono, pero custodia el resultado celosamente para que siga siendo inédita.

Alejo Marín perjura que su autobiografía melódica seguirá en crecimiento hasta el último día de su vida y nadie podrá escucharla hasta que él esté bien muerto y enterrado. No soporta las críticas. Le pitan los oídos.

lunes, 18 de febrero de 2013

Quimeras

La-chica-de-gafas baja las escaleras que la conducen a su insípida rutina. Se dirige al andén de siempre, en el punto habitual, para subir al vagón acostumbrado. A pesar de haber recorrido miles de veces cada milímetro del trayecto, sus pasos son inseguros. Le pesan los años, la soledad, el abandono, la tristeza, la experiencia, los “y-si” y los “nunca-más”.

La-chica-de-gafas no tiene nombre. Cierto es que sus padres le pusieron uno, pero de eso hace ya muchos años y nadie lo recuerda ni muestra interés por hacerlo. Nunca ha tenido a alguien que la amara ni a nadie a quien amar. Para escapar de la amargura, imagina a un galán inventado. Es atractivo, aunque no diría que es guapo, un poco bajo y cabezón, no demasiado detallista y más bien estirado. Podría haberlo ingeniado mejor, pero hasta en sus fantasías es conformista. Hace años que permanece en sus delirios y, con el tiempo, ha conseguido perfilarlo con detalle de retratista experta.

La-chica-de-gafas suele perderse con él mientras el traqueteo del metro mece sus fantasías. Pero hoy, inexplicablemente, el aviso acústico del cierre de puertas la devuelve a la realidad y algo llama su atención desde el otro lado de la vía. Alguien. Está sentado en el vagón que circula en dirección contraria y, antes de poder reaccionar, ya parte irremediablemente con el destino opuesto y el corazón roto por no saber cómo volver a encontrar al que ella cree el hombre de sus sueños.

Enrique la sorprendió mirándolo, sentada en el vagón de enfrente, con ojos como platos. Le costó un rato reconocerla, el tiempo que su mente necesitó para poner a la-chica-de-gafas en contexto. Pero cuando se percató de porqué la conocía, su cuerpo empezó a temblar de arriba abajo y cualquiera habría dicho que había visto un fantasma. Casi.

Enrique la conocía; la conocía muy bien. Antes de ingresar en el centro de salud mental, la-chica-de-gafas se colaba todas las noches en sus sueños y los tornaba temibles y angustiantes. Ella era cínica, controladora, amargada y estomagante. Se dedicaba a perseguirlo por dondequiera que circularan sus fantasías nocturnas. Visitó a innumerables especialistas, pues llegó a horrorizarle caer en los brazos de Morfeo, donde invariablemente lo esperaba su amante forzosa. Enloqueció. Sólo su ingreso en el centro y fuerte medicación lograron borrarla de sus noches. Supuestamente recuperado, hoy retomaba su vida.

Enrique volvió a lanzar una mirada fugaz, para comprobar que realmente era ella. Allí estaba, sin ningún lugar a dudas. Con el cuerpo tembloroso agradeció partir irremediablemente con el destino opuesto y el convencimiento de volver al centro a desterrar una vez más a la que él creía la mujer de sus pesadillas.

Lo que Enrique y la-chica-de-gafas nunca sabrán es que sus quimeras se disfrazan con el rostro de aquél con el que, durante años, llevan cruzándose a diario sin que su consciencia llegue siquiera a sospecharlo.

domingo, 10 de febrero de 2013

La Dama de Hierro

Seria y educada. Meticulosa, cuadriculada, organizada. Tímida y callada.

Provocadora y descarada. Atrevida, insolente, desvergonzada. Resuelta y locuaz.

Todas las mañanas llega a las ocho en punto a la oficina. Como un reloj, ni un minuto más ni uno menos. Saluda discretamente a los compañeros que ya ocupan su puesto de trabajo, con un leve movimiento de cabeza que reafirma su carácter retraído.

Todas sus entradas son triunfales. Con un devaneo sugerente de caderas y un vaivén hipnótico de sus prominentes senos, hace apariciones estelares en sus escenas. Saluda a los compañeros con osados lametones en las orejas, enérgicos mordiscos en los labios o vigorosos toques en los genitales.

Suele vestir de negro. Manga larga y cuello alto. Acostumbra a usar vaqueros oscuros pero en las escasas ocasiones en que se atreve a lucir piernas, sus medias extremadamente tupidas le restan al conjunto cualquier vestigio de sensualidad. Calza discretas bailarinas, también negras.

Suele vestir de negro. Body de cuero y palabra de honor. El atuendo a duras penas cubre sus pechos, siempre dejando al espectador con la sensación de que en el momento menos pensado, se desprenderán de su injusta condena. Calza altas botas negras, también de cuero, tacón de aguja.

Pasa completamente desapercibida y sus compañeros únicamente conocen su apellido. Aporrea el teclado con avidez, revisa facturas, rellena informes, envía faxes, tritura papeles y realiza proezas con el Excel.

Seduce a la cámara y a cualquier coprotagonista que tenga la suerte de actuar con ella. Usa el látigo con pericia, estira pelos, atormenta sumisos, acaricia falos, abofetea culos y realiza proezas con su lengua.

Señorita Gómez, la llaman.

Se hace llamar La Dama de Hierro.

Si no fuera por una tarde intrépida del contable Páez, en la que decidió apartarse de los ya manidos pornotubes, tetasgordas y culosprietos para buscar nuevos mundos de placer onanista, nunca habrían sospechado que la señorita Gómez y La Dama de Hierro son de hecho la misma persona.

domingo, 3 de febrero de 2013

Expediente 24/3

Nombre, Esmeralda. Edad, 42. Sesión número 3.

Tras dos sesiones de control rutinario, iniciamos el tratamiento que considero podrá dar mejores resultados para esta paciente: la hipnosis regresiva. Presenta graves trastornos depresivos con tendencias suicidas, inducidos por una idea predominante: sensación de pérdida y desubicación. Apunta visitas infructuosas a diversos profesionales.

Se muestra especialmente irascible y con un alto grado de nerviosismo, pero consigo llevarla al estado alfa con relativa facilidad. Transcribo la parte de la conversación que intuyo más relevante. “Esmeralda, ¿qué sientes?”. “Incomodidad. No encajo. Soy muy rara, todos me odian. Lo que es maravilloso para ellos a mí me produce asco, náuseas. […] Huele intensamente. Penetra hasta mi cerebro y no puedo deshacerme de su repugnante hedor. Imaginarme su textura viscosa me produce ganas de vomitar. […] Siempre la misma pregunta. Esmeralda, ¿cómo puede no gustarte el chocolate? Les odio.” A pesar de no mostrar el diálogo completo, la paciente menciona su aversión por el chocolate sorprendentemente rápido.

Vuelve al estado consciente con los tembleques habituales de una sesión productiva, pero siente además una imperiosa necesidad de usar el servicio para devolver. Por sorprendente que parezca, el chocolate pudiera ser la clave del problema.

Nombre, Esmeralda. Edad, 42. Sesión número 6.

Mi sospecha de que el chocolate es una parte imprescindible del trauma que presenta la paciente se ha convertido en certeza. A pesar de eso, las sesiones 4 y 5 han transcurrido sin novedad. Se pierde en divagaciones sobre la intensa repulsión que éste le produce.

Hoy, sin embargo, consigo focalizarla en un escenario que, creo, dará por finalizada su intensa búsqueda del porqué de su desapego e incomodidad hacia situaciones que para otro sujeto pudieran parecer de lo más cotidianas. “¿Cuántos años tienes, Esmeralda?“ “Éstos” (Nota: la paciente me enseña la mano indicando el número tres) “¿Dónde te encuentras, pequeña?” “En la fábrica. Huele mucho. Hay cocolate en los trastos. Gira y gira y gira… Mamá me trae muchas veces porque trabaja aquí. A veces quiero meter el dedo pero mamá siempre me grita mucho porque dice que hacen pupa. Pero hoy no me ha gritado. He comido tanto que hasta me duele la tripa. No me grita porque no está. ¿Mamá?¿ ¡Mamá!? No está. Los amigos de trabajar de mamá me encuentran llorando y la buscan también. No está […]” En este punto, los sollozos de la paciente distorsionan la coherencia de su discurso.

Diagnóstico: abandono infantil y posterior bloqueo del recuerdo. Detonante evocador: el chocolate.